La orquesta Sabor y Control decidió llevar hasta el extremo su propuesta bravía y fue a tocar a los barrios más emblemáticos de este ritmo.
Matute fue una caldera salsera. “Estás entre los bloques 62 y 63, en el corazón de los más de 360 edificios del barrio más duro de la salsa brava”, pregona Micky (Miguel Anderson, 22 años, con rapado corte de pelo —entre otros “cortes”— y un hijo de pocos meses llamado Bayron Santiago).
Hasta aquí llega la orquesta de salsa dura y pura Sabor y Control para iniciar sus flamantes intervenciones esquineras gratuitas, como se solía hacer en los inicios de un ritmo acunado en Nueva York.
El respeto gozador por el que quizá en el futuro sea un conjunto de culto es tal, que Antonio —un aspirante de 12 años a estar pronto cerca del bombo del Comando Sur— pinta un graffiti en una pared para marcarles el paso y el territorio.
“BARRIO BENDITO”
Las puertas plomizas y verdosas están todavía cerradas. Hasta que Bruno Macher —líder del grupo— se pone de pie delante de sus músicos nómades que arman sus equipos en la acera con pulso récord. Agradece el recibimiento: “Esta es la gente que me gusta a mí”, y anuncia un tema que suena “maldito”. El saxo alto que festina Iván Vilcachagua, el trombón afanador de Orlando Carbonero y los timbales bramantes de Constantino Álvarez detonan los oídos con su canción “Barrio bendito”. Y todas las ventanas se van abriendo como cajas fuertes… de cerveza.
La de Sabor y Control es una salsa montuna y montaraz de los gloriosos años 70, con influencias de Eddie Palmieri y Héctor Lavoe, que se ha ganado las mejores críticas de los conocedores.
Luego sigue el son “La calle”... y “ten cuidado… esa calle donde vives tú está sabrosa”, repiten todos el coro indoloro. Y Matute explota cuando continúa “El robo”, dedicado a los ex presidiarios reformados. El médico cirujano Raúl Mendiola llega con su traje de trabajo y un reloj dorado; y siente empatía con esta orquesta que ha grabado el disco “Cuchillo en los ojos” y que pregona que pronto pasará del género de la salsa salvaje a la salsa mortal. “La salsa dura nos identifica a todos, también a mucha gente profesional que hay aquí. Yo tengo mi consultorio a una cuadra”.
Bruno anuncia que tiene un pisco carbonero en una botella de Inca Kola y un gordito disfrazado con corbata de plástico, barba de hule y sombrero de cowboy se acerca impetuoso. El tema “Alta peligrosidad” es seguido por “ratas blancas” que caen de los edificios.
EN MIRAFLORES
Para bailar Bruno —del barrio miraflorino de La Mar— es un (sal)cero a la izquierda, pero su ímpetu es desbordante, sobre todo cuando siguen las canciones “Le van a disparar” y “El bravo”, y nos acontece ese sentimiento místico que sustenta la belleza callejera: Isela Morán saca a bailar a su novio y deleita al Dios de la esquina y a sus cuadrillas: sus caderas inician una peregrinación lenta, alevosa y delicada, que nos deja de rodillas; mientras le da vueltas también a un vaso con ondas de cerveza. Es tan precioso que Bruno va a “redimirles” pleitesía con su saxo.
La salsa marca la identidad barrial no solo de La Victoria sino también del Callao. Ambos barrios tienen referentes inmortales: en el “Llauca” siguen hablando de la visita de Héctor Lavoe en los años 70 y su cariño por el Boys; en “la rica Vicky” reivindican al gran Rubén Blades, que hace poco se puso la blanquiazul en el Monumental del archirrival.
LOS BRAVOS DEL CALLAO
Si en La Victoria todo fue a ras de piso, en el Parque Héroes del Cenepa, de Bellavista, hay un estrado. Eso le quita espontaneidad, pero no efusividad en la capital constitucional del Perú y de la salsa. Cristina Cock, de 52 años, los recibe como una salsera que pisó la cantina Bahamonde, “donde llegó la salsa al Perú de los barcos”.
Ella fue campeona de esos torneos de salsa en el Amauta de hace 25 años. “Me identifico con la canción “Triste y vacía” de Héctor Lavoe”, aduce y sazona sus hombros con el tema “El niche del callejón” de Sabor y Control. Mientras, la gente la vacila: “Ella fue la Reina de la Vendimia de 1920”.
Y lo que sigue es un desmadre que termina con los músicos en trance: Ahmed Alcántara —segunda voz, 28 años, y que hace dos pasó del rock a la salsa más firme— reafirma su corazón de acera. Julio Galarza —un genio de botella del bongó— grita: “La Victoria es el barrio de la espontaneidad más íntima y el Callao es un templo”. Y Bruno Macher se pone la camiseta del Boys como chullo y “sonea” cohesionado con un sentimiento sin ningún freno: “Barrio querido, barrio peligro, barrio del alma”.
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