Alejandro Arellano, interesado en medir las ondas magnéticas del cerebro humano, tuvo en 1950 el privilegio de examinar al genio alemán. Aquel encuentro en la casa del sabio marcó su vida.
Hay muchas perlas en los anaqueles del mundo, pero solo una como la suya quiero conservar. Con estas palabras, cuidadosamente escritas en una carta, el doctor tarmeño Alejandro Arellano Zapatero terminó de convencer a Albert Einstein para lograr lo que se antojaba imposible: analizar el cerebro del hombre que tanto iluminó al mundo.
“¿Cree usted que mi cabeza sea tan interesante como para merecer un estudio de tal naturaleza? Si usted lo piensa así, acepto”, le respondió el científico.
Por entonces, a mediados del siglo XX, el doctor Arellano trabajaba en el Hospital General de Massachusetts, luego de haber obtenido una beca en el Instituto de Salud Mental de Nueva York. Se encontraba abocado a un estudio que consistía en medir las ondas magnéticas del cerebro de las personas y percibir las diferencias.
Uno de los primeros genios que pasó por el Laboratorio de Electroencefalografía del hospital fue Norbert Wiener, quien ofreció además contactar a otros superdotados para el estudio.
“Yo le voy a escribir una carta personal [a Einstein], pero usted también escríbale”, le aconsejó Wiener a Arellano. “Y así fue la historia, un ave atrae a otra del mismo linaje”, confesaría cinco años después el galeno. Con el equipo electroencefalográfico completo, Arellano partió la mañana del 8 de setiembre de 1950 a la Universidad de Princeton, en Nueva Jersey. “El examen se realizó en la casa [ubicada dentro del campus] del profesor Einstein, así lo dispuso él”, recuerda hoy la esposa del médico, Katharina Hoffmann, una alemana de 84 años.
Un salón de mediano tamaño, austeramente amoblado y con pocos libros fue lo primero que llamó la atención del médico peruano, ansioso por estrechar la mano del sabio.
“Era un hombre de 1,70 metros más o menos, de contextura delgada, expresión tranquila, amable, rostro un tanto arrugado, cabellera larga, blanca, fina, de mediana abundancia que cubría su cráneo y dejaba ver su amplia frente”, contaría sus impresiones en 1955 a este Diario.
Sobre la camilla preparada en su sala de estudio, y con el electroencefalógrafo bajo un pizarrón lleno de números y letras, el autor de la teoría de la relatividad se entregó como un manso cordero al examen. “Profesor, le ruego relajarse en lo posible, y reposar mentalmente”, le indicó el médico, a lo que Einstein contestó: “Me pide usted una cosa muy difícil, algo que nunca he hecho en mi vida”.
Era cierto. “Tengo un problema sobre la teoría de la relatividad que me preocupa profundamente”, confesó el sabio, y al instante las respuestas eléctricas cerebrales cambiaron. Tras dos horas, el examen terminó. “Me parecía un sueño haber confidenciado [sic] largo rato con el cerebro más grande de nuestro tiempo y guardar el tesoro gráfico de sus potencialidades”, confesaría años más tarde. La comunicación con Einstein prosiguió por medio de cartas, nos cuenta doña Katharina, hasta que el genio murió en 1955. Aquel encuentro marcó la vida del médico peruano. Le llovieron ofertas para quedarse en EE.UU. o ir a Europa para continuar con la investigación. Sin embargo, dejó todo y regresó a su país, acompañado por una guapa alemana 14 años menor que él, que se convertiría en la madre de sus siete hijos.
Hoffmann me cuenta que se conocieron en una oficina postal de Madrid, y que a los tres meses se casaron. “En octubre de 1952 viajamos al Perú, justo para la procesión del Señor de los Milagros”, rememora.
Arellano fue el pionero de la encefalografía en el Perú: trajo la primera máquina y realizó aportes importantes a la especialidad. Además, él y su colega Fernando Cabieses fundaron la Liga Peruana de Lucha contra la Epilepsia.
“Su trabajo fue excepcional, creó el servicio médico asistencial de electroencefalografía, atendía gratis a pacientes del hospital Dos de Mayo”, me dice uno de sus alumnos, el neurólogo Juan de Dios Altamirano.
Hace 14 años, tras un derrame cerebral, Arellano partió de este mundo. Mientras tanto, la histórica máquina con la que realizó el examen a Einstein se oxida en el frío sótano del Museo de la Nación, a la espera de ser trasladada a un lugar que esté más acorde con su valiosa historia. (M. Fernàndez / Comercio)
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